30 de octubre de 2013

Sueño

Un sueño que tuve el fin de semana pasado…

Camino por una vereda paralela a las vías del tren, es una noche oscura, casi no hay gente en la calle. El clima es frío pero agradable, llevo puesto un saco de lana color verde agua, con el cuello levantado. El piso está húmedo, mojado como después de una lluvia. Lo recuerdo claramente porque camino lento y mirando hacia abajo, ensimismado. A cada paso que doy veo como aparecen y desaparecen las puntas de mis zapatos.
Intento esquivar algo que se interpone en mi camino, algo que sobresale del nivel normal de la vereda -tal vez una tapa de alcantarilla- y al mismo tiempo, veo unos zapatos de mujer.
Levanto la vista, es mi tía Graciela. La miro y me sorprendo, tiene un aspecto deslumbrante. Lleva un vestido blanco precioso, con muchos detalles de brillos, encajes y volados. Tiene un peinado bellísimo y un semblante angelical, todo en ella es perfección y armonía. (Y me doy cuenta que está delgada, muy delgada). Ella me mira y sonríe. Me acerco y le digo:

- ¿Qué hacés por acá sola? ¡Es muy tarde!
- Voy a casa.

Apoyo mis manos sobre sus hombros, le digo que se apure, que es muy tarde, y le doy un beso de despedida. (Un beso en la boca, como un niño pequeño que besa a su madre).
Al momento en que mis labios rozaran los suyos, me invade una felicidad infinita, una plenitud inexplicable. El peso de la vida se me deshace en un instante, el universo entero se me instala en el centro del pecho, para siempre.
No lo dudo, quiero más, vuelvo a besarla, vuelvo a rozar mis labios con los suyos. Y todo lo que había sentido con el primer beso se multiplica, sobrepasando ya los límites de lo imaginable, paz absoluta, satisfacción definitiva, dicha incalculable.
La veo caminar y perderse entre las sombras de la noche. Yo subo las escaleras de un puente que debo cruzar para llegar a casa. Un puente antiguo de hierro, de estilo inglés, con celosías.

Mi tía Graciela falleció el 9 de marzo de 2013.



23 de octubre de 2013

Encogimiento de hombros


Fernando Pessoa

Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño, es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente de la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.
Pero así es toda la vida; así, por lo menos, es ese sistema de vida particular al que, en general, se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma, que el arte le ha dado, la aleja de continuar siendo efectivamente la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición es ya, en efecto, otro sentimiento.
No sé qué efecto sutil de luz, o ruido vago, o memoria de perfume o música, tañida por no sé qué influencia externa, me ha traído de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que anoto sin prisa, al sentarme en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a conducir mis pensamientos, o dónde preferiría conducirlos.
El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele un sentimiento que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracción.
Voy llenando lentamente, a trazos flojos de lápiz, el papel blanco de envolver los bocadillos que me han dado en el café. Porque no necesitaba un papel mejor y cualquiera servía, siempre que fuese blanco. Y me doy por satisfecho. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro. Y dejo de escribir, sólo porque dejo de escribir.

Fernando Pessoa - Libro del desasosiego

11 de octubre de 2013

El hombre invisible


H. G. Wells

Uno experimenta la dolorosa necesidad de convencerse a sí mismo de que existe, de veras, en el mundo real; de que uno participa en el eco y la angustia de todos, y uno crispa los puños, ataca, maldice y blasfema para obligar a los demás a que reconozcan su existencia. Sin embargo rara vez lo logra.

H. G. Wells - El hombre invisible